La llave del buzón no venía
con el resto, así que estaba lleno,
rebosante de papeles —o igual sí que me la dieron
y la dejé por ahí tirada, porque no esperaba
correo —o quizás me parecía vulgar.
Durante semanas, me complacía
en verlo al borde del colapso, imaginando
los esfuerzos del cartero y de los repartidores
de propaganda para embutir allí algo.
No fue por compasión que, una tarde,
de un zarpazo, arranqué el folleto más sobre-
saliente —justo antes de que la puerta
automática del ascensor se cerrara. Sentí
tal subidón de adrenalina que, desde
entonces
se volvió costumbre —ritual, manía.
Nunca se acababa el suministro. Cada
tarde, al volver del trabajo, hacía acopio
de toda clase de impresos publicitarios,
con el ocasional sobre de contenido electoral.
Lo mismo daba el tríptico de una pizzería-
kebab que un catálogo completo de muebles
o de una ferretería —lo importante era el cosquilleo,
la sensación de tener los reflejos de un ninja.
Creo que me fui enganchando a aquello,
pero es que, además, nunca me dejó
tirado en el rellano —siempre pude entrar a tiempo
a la caja del ascensor y subir al apartamento
con toda la pesca. Leía por encima
aquellos trofeos, miraba las fotos, arrullado
por el motor de las poleas, la placentera
vibración mecánica. En cualquier caso,
de alguna manera, el buzón se fue vaciando,
y llegó el día en que tuve que introducir mi mano
de sepia por su hendidura, con mis dedos-
tentáculos explorando el fondo a ciegas.
El buzón no estaba hecho para eso —a duras
penas pude extraer la pegatina de un cerrajero
24 h. y, en otra ocasión, con gran dificultad, la tarjeta
de un santero experto en amarres. El roce
con aquellos labios de metal acabó
provocandome heridas, que yo lucía
con orgullo en el trabajo. Esta noche,
al sacar la basura, he mirado con desesperación
lo que parecía un buzón vacío —no es posible,
tiene que haber algo más allá adentro.
El ascensor, a punto de bajar —se apaga la luz de golpe.
Con enorme placer, el filo
desgarra mis heridas. Me estremezco.
Un corte más, y extraigo algo nuevo
con la punta de las uñas —y puedo saltar
sobre el tapete del ascensar sin que la puerta
me arranque la pantorrilla. A la luz mágica
de los tubos, me veo en el espejo
con un billete de 500 € perfectamente
doblado —nunca creí que sostendría semejante
púrpura. El tambaleo al final del viaje me despierta
del encanto –y sé
lo que debo hacer ahora —devolver
el billete a las profundidades y dejar
que el buzón lo entierre bajo estratos de papel.
-un poema de Tive Martinez, 2021.
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