Una.
Sí, sí: ¡opera tu fimosis!—cantaban los Siniestro
Total,
y yo me hacía el punki en el Instituto
sabiendo
que la letra iba por mí—¡Por favor,
decídete ya! —No, si yo lo tenía claro.
Era
un
adolescente informado, y se lo expliqué muy
bien
a Marian, con ilustraciones y todo,
cómo
era un prepucio, cuando ya no lo tenía.
Siempre
conseguí librarme por los pelos
de
las revisiones
—pero en la última
no
hubo escapatoria, y el médico mandó operar.
Algo
pasó con la anestesia, que llegué a sentirme
como
el conejo que mi tía degollaba para la paella
con el cuchillito de mango de plástico—sabes
que
no te dolerá... ¡opera tu fimosis!—Como consuelo
pasamos
por Alcampo y me compré en LP "Easter",
de
Patti Smith—por casualidad volviendo en el coche
de
mi hermana estaba Marian en su calle y le enseñé
el
disco por la ventanilla, emocionado. Entonces
no
tenía tocadiscos, así que solo podía mirar la
portada,
esperando en la cama mientras se cerraban
los
puntos. Yo adoraba a Patti, solo Jim Morrison era
para
mí tan sexy: sus sobacos en la fotografía, la sombra
de
sus pezones en aquel top de algodón raído, fueron
suficientes
para lograr mi erección—placer y dolor
fundidos
en un mismo acto. Joder macho, me
dijo
con
sorna el enfermero de urgencias: el que
te lo ha
hecho te ha hecho una buena faena.
Dos.
Estábamos
jugando y uno de nosotros encontró
una
botella de cerveza vacía, tirada por ahí.
En
seguida supimos de quién sería: solo Panera
podía
arrojar una botella por donde juegan los niños.
El
hallazgo nos puso la piel de gallina—entonces
Panera
todavía daba miedo, se contaba que te
cortaba
la pija si te lo encontrabas de noche, o
a
solas en algún callejón sin salida—que te mandaran
a
comprar leche en invierno era la cosa más
terrorífica:
Panera podía aparecer por cualquier
esquina
con su cara de Jack Nicholson en "El
Resplandor"—algo
le pasó que no sabemos para
que
luego llegara a ser el loco inofensivo y cojo que
huía
de las pedradas de los niños como un perro.
Vamos a ponerle un petardo, sugirió alguno
para
hacer estallar la botella, que acabó en manos
de
Paquito—Paquito siempre me tuvo manía,
por
alguna razón decía que yo era mariquita.
Mirar, ¡soy Panera!, dijo Paquito, y se me tiró
encima
con el casco roto de la botella como en las
pelis de peleas en el Oeste
de Bud Spencer,
y
me dio un tajo en el antebrazo. No tengo recuerdo
del
dolor ni de que saliera mucha sangre, solo la
imagen
de un corte limpio y de algo blanco a la vista,
como
si se me viera el hueso. Llegué a casa,
mi
madre estaba arriba tendiendo, no me puso
mercromina
ni nada. Yo me puse el brazo en el
grifo,
y el chorro me entraba por la raja hasta el
hueso,
la dejé al aire, la carne me creció sola
hasta
cerrarse. La marca me quedó de recuerdo
de
la pelea para toda la vida.
Y tres.
De
pequeño nunca bebí Coca-Cola—en casa se tomaba
zarzaparrilla:
más buena y más barata. Mi padre
nos
la traía los días especiales, pero no todos
—imagino
que dependía de su humor y del dinero que
llevara
en el bolsillo. Se compraba a granel o la servían
en unas
botellas de cristal reutilizables con un escudo
en
relieve del fabricante. Ese domingo, el papá accedió
y
nos fuimos todos contentos en el cuatro-latas—que
tenía
un boquete donde ponías los pies, por el que se
veía
la carretera y entraba el agua de los socavones.
Entramos
en la taberna El Gato Negro y pedimos una
botella
de zarza y unas cebollas en vinagre. En el asiento
del
coche me puse la botella—muy fría, con algo de
escarcha,
que iba chorreando al calentarse—entre las
piernas.
Dolía el interior de los muslos si la tenías allí
mucho
rato. Cógela bien y no la abras aún, que
se
desbrava—el cierre de la botella era uno de esos
a
presión
con mecanismo de alambre y pieza esmaltada
con
arandela de goma para retener el gas. Hacía mucho
calor
dentro del coche, el sudor de la botella me estaba
mojando
la entrepierna. Mi padre aparcó delante de
casa,
abrí la puerta para salir, y con la emoción la botella
me
resbaló de las manos húmedas, con tan mala gracia que
cayó
al suelo y estalló como una bomba de espuma.
Un
hilillo de sangre corrió pantorrilla abajo, donde fue a
clavarse
un trozo de vidrio de la botella, cuyo contenido
era
absorbido por el cemento con avidez.
--un poema de Tive Martínez, 2016
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