Antonio
J. Rodríguez dejó claro con "Fresy Cool",
su excesivo debut de 2012, que él es capaz de escribir lo que quiera y como
quiera.
Aquella primera novela, verborreica hasta el cripticismo, se
disfrutaba en cada relectura por puro placer. Entender qué demonios estaba
pasando exactamente allí era lo de menos —por descontado— de modo que se
convirtió en nuestro David Foster
Wallace, y también en un William
Gibson en monopatín eléctrico surcando el asfalto de Madrid.
Con "Vidas perfectas", Antonio
J. Rodríguez aplica su talento —como quien no quiere la cosa— a una trama fácil
de apariencia detectivesca que la emparenta con obras menores —es un decir— de
autores como el Roberto Bolaño de "La pista de hielo" o el Javier Marías de "Los enamoramientos".
La nueva novela relata en primera persona los pasos cansinos
de un improbable investigador amateur que pretende revelar la verdad tras el
asesinato de unos conocidos, la insoportablemente perfecta pareja burguesa
formada por el jugador de waterpolo Gael y la animalista Vera, aparentemente
cercanos al narrador y envidiadísimos por todas sus amistades.
Como es de imaginar, nada es lo que parece: el amargado
Xavier, que ve pasar su juventud como docente en un centro privado, está más
interesado en enrollarse con la hija adolescente de la pareja, una tal Mika
—nombres a toda vista imposibles, que redundan en lo ridículo de la situación.
Muy pronto la novela se revela sátira, llena de personajes mezquinos,
despreciables, cobardes, asqueados de sus puestos de trabajo y la impostura
general de su existencia, en la linea de autores como Michel Houellebecq o Virginie Despentes.
La trama 'policiaca' se resolverá —como es de esperar— de
cualquier manera, con la revelación de una tragedia sin importancia. ¿Qué hace
que el lector avance su lectura y llegue al final, soportando la estupidez del
narrador y la irrelevancia de sus opiniones sobre temas como la imagen falsa
que proyectamos en redes sociales o la pederastia? Tengo un par de respuestas.
La primera es marca de la casa y juega con la expectativa
del lector que cree 'conocer' la vida privada del autor Antonio J. Rodríguez,
marido y padre, editor jefe. Este lector voyeur puede hacerse la ilusión de pescar
referencias a personas y sucesos reales, y solazarse en este mórbido botín.
Aunque también es cierto que los mejores momentos de la
primera parte de la novela —aquellos que
ennoblecen a sus protagonistas— recuerdan a cierto viaje a Tokyo realizado por
el autor y su pareja, la poeta Luna
Miguel, que ésta también usa como material sensible en su último poemario "El
arrecife de las sirenas". Y es que Antonio J. Rodríguez aprendió
muy bien de Emmanuel Carrère cómo
valerse literariamente de lo autobiográfico.
La segunda razón que se me ocurre es la introducción de un
protagonista extraño justo en el momento en que el lector está tentado de
abandonar la lectura, hacia mitad de la novela. La princesa Mitsuki (sic), todo
y con ser el más absurdo de los personajes, es la Lisbeth Salander de "Vidas
perfectas", un ente prácticamente virtual que nos conduce más allá de
lo previsible.
Mitsuki, con su apariencia inocua de Hello Kitty, salva el libro. Pero que no haya duda —ya he dicho que Antonio J. Rodríguez es el
puto amo de esta historia. Él sabe, desde el principio, que vamos a aborrecer
al narrador y su cuñadismo. Cayendo en la trampa de la ficción, llegamos hasta
el final redentor, de paso que la lectura atenta nos ha ido revelando —al través, con la osadía exhibicionista de
los grandes tímidos— varios de sus demonios familiares.
-- "Vidas perfectas" de Antonio J. Rodríguez (2017, Random House)
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