Mi tía tienta la mata
de ruda
para comprobar que sigue allí,
donde ella la plantara,
mientras el gato se arquea
y roza contra su mano.
Tengo siete años.
Percibo todo en su detalle,
cada objeto y figura
perfilados por una luz diáfana.
El sol imprime su tibieza
al tiesto y al suelo sencillo de porlan
en esta mañana inicial.
Con nitidez distingo asimismo
el hálito rasposo de la planta,
los vestigios del jabón en la anciana,
la orina acre del felino.
De repente, como llega un dolor,
me asalta la conciencia de su fragilidad.
Comprendo que han de morir, pero
no quiero que mueran nunca.
Desde entonces guardo conmigo la pureza
del instante que ahora revive:
la cola erguida rizando el aire,
el ano que se abre y se cierra con delicadeza,
la mirada transparente de la ciega,
sus finos cabellos,
la blancura.
© José María Martínez / Tive
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