En
el césped sintético donde
los adolescentes hacen botellón tropiezo con
una tórtola muy quieta como sentada sobre la capa de plástico que finge ser hierba.
Lo
normal es que se espante ella pero me espanto yo porque está demasiado tiesa con el cuello rígido, las alas dobladas las plumas perfectas, entre
colillas y latas de bebidas energéticas.
Es una tórtola, quizás la que anida en
la palmera del solar vecino.
No
es una paloma andrajosa de ciudad llena de pulgas, pero
no se mueve ni un milímetro.
¿Está muerta? Una
hilera de hormigas rojas le pasa por delante. Ni ella las mira ni las hormigas la tienen en cuenta.
Le tiro un puñado de gravilla que resbala por su lomo y hace sonar una lata.
Ella ni se inmuta. Lo
que da más miedo son su ojos, negros, abiertos, redondos que no pestañean.
¿Las
tórtolas vivas pestañean? No tengo ni idea. Se
me ocurre buscar un palo y darle la vuelta.
Lo
cierto es que me horroriza ver lo que haya debajo.
Las
hormigas van a lo suyo atiborrándose de azúcares.
Yo solo he salido a tirar la basura así que me vuelvo a
los contenedores y entonces escucho un aleteo.
Una
segunda tórtola se ha abalanzado sobre la primera. Me
quedo helado cuando veo que le está dando golpes picotazos
en el cuello en la cabeza, en los ojos.
Por
un momento pienso que está desesperada.
Pienso
en dos tortolitos dos tórtolas enamoradas. Me parece estar asistiendo a un melodrama.
¿Pero qué
se yo de tórtolas? No sé nada. Las veo volar creo reconocer su canto y pienso que sé distinguirlas de las palomas porque tengo cultura.
Nada
que vercon los adolescentes que fuman y
se cortejan en
el jardincillo de césped artificial, pisoteando
bolsas de snacks y kebabs medio devorados.
La tórtola no estaba muerta. Con la cola en abanico le muestra el culo a su pareja.
Ahora
están haciendo un baile o algo arrastrando las alas arrasando los vasos de plástico las pieles de pipas.
Han deshecho la columna de
ordenadas hormigas.
Por respeto o por vergüenza me
marcho antes de que esto acabe siendo el National Geographic.